jueves, 28 de agosto de 2008

La neurosis


La perfección no existe. Parece que vivimos constantemente esperando que los demás metan la pata, que demuestren flaqueza ante algo, alguna manía o rareza intolerable. Una excusa para decir: si es que son todos unos raros.
Cuando conoces a alguien nuevo en un momento de desfase, de calentón, te preguntas más bien poco sobre el otro. Te fijas mínimamente en su físico, a qué huele, como se expresa…y sin más, vas al tema.
El problema suele venir al día siguiente. Al despertar ya no todos los gatos son pardos. El Jean Paul Gaultier (que últimamente debe estar de oferta) ya se evaporó, el susodicho tiene la cara hinchada, y le huele el aliento. Además, después de un ratito de conversación forzada te das cuenta de que a) o no tiene muchas luces, o b) es un imbécil. Entonces, muy dignamente, te dispones a contarle lo ocupado que vas a estar hoy. Le comentas como de pasada lo mucho que tienes que estudiar (eso si el individuo es perspicaz), o creas silencios incómodos con una finalidad única. Casi siempre el resultado es una conversación de este estilo:
- bueno…me voy a ir, que tengo que…x
- ¿sí? ¿te vas? ¿Y eso?
- No, sí, que ya es muy tarde y blabla…
- Claro…bueno no te preocupes. ¿Sabes llegar al metro?

Y ya está. Si no coges más el teléfono, o te dedicas a dar largas, el daño no va a ser mayor que un lavado de sábanas.
Otras veces, sin embargo, pasa que sucumbes, y hasta vuelves a quedar. Lo cual al cabo de los diez minutos te hace ver que eso fue un craso error. Porque a) o no tiene muchas luces, o b) es un imbécil. Entonces pones en práctica la conversación tipo de antes, ya que nunca es tarde si la dicha es buena…

Pero claro, ¿qué pasa cuando, de pronto un día, no sólo no te apetece echarlo de tu cama y de tu casa, sino que además descubres que a) no parece retrasado, y b) no parece imbécil? Se te descuadran las cosas. Porque además no usa Jean Paul Gaultier (por suerte), ¡y no tiene mal aliento! Encima dice cosas coherentes, tiene gracia y su cara no parece un Picasso.
En estos casos dejas pasar el día, pensando que en algún momento sacará su fea cara. Pero pasan las horas, y todo va bien…no ha mutado por el momento, y hasta hay química. Es más. Pasan los días, y sigues viéndolo, y todo sigue yendo bien. No hay cosas raras en su forma de vestir, ni en su forma de hablar, no es ni excesivamente tímido, ni excesivamente extrovertido. Es atento, limpio, y es capaz de mantener una conversación.
“Algo tiene que fallar”, te dices. No puede ir tan bien. Parece normal. Es entonces cuando te crees tu propia mentira, y te pones alerta. Examinas minuciosamente todas sus formas, su entorno. Sus frases. Analizas hasta cómo escribe. Y cada vez que no das con nada fuera de lo normal dices: ¡mierda! Se me escapa algo. Algo tiene que tener: un defecto, una manía oculta. Seguro que es vegetariano… ¡algo!

Pero nada aparece…y pasan los días. Y te dices que, o estás perdiendo facultades de sabueso, o has dado con uno normal. Uno de esos que ya no se ven mucho. Que ni tiene una novia que lo abandonó por su mejor amigo, ni un ex maltratador, ni antecedentes de intentos de suicidio…
Y lo triste es que me sorprenda de que esto pueda pasar, y que esté constantemente buscando errores en los demás. Quizá debería dejar respirar a la neurosis, ¿no?

miércoles, 6 de agosto de 2008

Ladrillos; Sol; Soledad


Estoy en el camino. Pero el camino tiende a cansar. Parece que el camino se hace cuesta arriba a medida que avanza.
En el principio todo eran emociones; todo era novedad, intriga, ilusión. Pero a medida que avanzo las cosas se ponen más exigentes. Parece que todos los ladrillos del cielo esperan impacientes para lanzarse sobre tu cabeza cuando pasas por debajo.
Quizá el primer ladrillazo duele. El segundo molesta. Al quinto empiezas a pensar si sólo será mala suerte. Pero al decimocuarto ladrillazo ya estás tan acostumbrado que ni reparas en ellos.
Te das cuenta cuando te tomas un alto en el camino. Te sacas las zapatillas de caminar y te pones las chanclas. -Basta de ladrillos –te dices, y te retiras un tiempo de tu vida. La sensación que tienes en el cuerpo ya no reconforta tanto cuando estás cansado. Tus metas empiezan a nublarse, como cuando el sueño y el cansancio te impiden pensar bien después de un día difícil. Y te replanteas cosas. Te replanteas los métodos que usas para alcanzar los objetivos; ¿serán suficientes?, ¿serán demasiados sacrificios?, ¿soy yo, o vivimos con la sensación de estar haciéndolo todo mal? Necesitas un tiempo sin ideas, sin problemas que resolver. Las vacaciones parecen ser una buena opción; una opción necesaria.

Pero resulta que las vacaciones no te garantizan un cerebro diferente, o una forma de ser distinta. Qué va. Las vacaciones te sirven para ahondar en ti (más, si cabe). Y de pronto te encuentras con que los ladrillazos eran algo tan habitual que te han provocado síndrome de abstinencia. La ausencia de ladrillazos no acaba de convencerte.
Sin comerlo ni beberlo, vuelves a tener 13 años, es verano y no tienes absolutamente nada que hacer. Nada, más que pensar. Y es cuando te das cuenta de que ya no estás hecho para la pasividad. Que los años han pasado, y que tú ya no eres la misma persona. Que las personas han cambiado, y que no habéis cambiado en la misma dirección. Que tienes responsabilidades, y que por mucho tiempo que descanses tú de ellas, ellas no van a descansar de ti.
Y te invade la sensación de soledad; la impotencia de estar en un lugar al que ya hace mucho que no perteneces y el nihilismo de las vacaciones. Los ladrillos brillan demasiado por su ausencia (casi encandilan), pero además te das cuenta de que no todo era ladrillos en el camino. También había risa, movimiento, sensación de autorrealización, búsquedas…descubrimientos. Y ahora no hay nada, sino sol, soledad y mal sabor de boca. Ahora el cielo enladrillado te parece el lugar más reconfortante del mundo. El cielo y lo que te espera bajo él. Tu hogar (que ya no es la casa de tu madre), tus amigos, tu trabajo, tu carrera.

Yo no tengo la sensación de haber recargado pilas en mis vacaciones. Quizá físicamente estoy más saludable. Pero mentalmente me he dado cuenta de que soy un yonqui del ajetreo. Necesito el estrés para mantenerme equilibrado emocionalmente.
Me he dado cuenta de que en cuanto me siento a meditar demasiado tiempo, la ansiedad empieza a agarrarme del pescuezo. Y aprieta, y aprieta. Y ya no tengo 13 años. Nadie me obliga a nada (en cierto modo), y ya no pertenezco a este lugar, a esta vida. Ese Lio hace tiempo que se retiró de escena, y ya no puede volver.
A lo largo de este mes he caído en la cuenta de que ya no hay vuelta atrás. Ya no volveré. He puesto punto y final (parece tarde, pero es así) a una etapa de mi vida; una etapa que no cambiaré por nada, pero que ya no casa conmigo, porque estoy en una etapa quizá no mejor, pero sí necesaria para mí.